¿Recuperación?

 

Ilustración de Rocío Benavides

 
 

Se describe como un evento discapacitante masivo: una de cada cinco infecciones de COVID-19 causa COVID persistente; los latinos son los más afectados en Estados Unidos. Si la sociedad y las instituciones médicas ignoran en gran medida esta crisis persistente, ¿cuán preparados estamos para atender una inminente avalancha de latinos con COVID persistente?

Nota del editor: Este reportaje es parte de una serie producida por palabra y Northwest Public Broadcasting (NWPB) con la colaboración de las reporteras Lygia Navarro y Johanna Bejarano.

*Algunas de las personas que fueron entrevistadas para este artículo solicitaron anonimato por tratarse de temas de salud privados.

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Victoria* ya está agotada y su historia ni siquiera ha comenzado. Estamos a fines de enero de 2021 en Sunnyside, Washington. El pueblo rural, con una población de 16.000 personas, es un puñado de manzanas somnolientas salpicadas por camionetas, iglesias en casi todas las esquinas, y los acordes de la música country de Clint Black y las rancheras de Vicente Fernández. Fracciones geométricas de tierras de cultivo esmeralda rodean el pueblo.

Victoria, de 39 años, se arrastra a sí misma desde y hasta la habitación de sus padres, con un uniforme de holgados pantalones deportivos color granate, bufanda, gorro tejido y mascarilla. Siempre una mascarilla. Como hermana mayor, es su deber tácito proteger a la familia. Pero el COVID-19 golpeó antes de que pudieran vacunarse.

Cuando la mamá de Victoria enfermó y rápidamente contagió al padre de Victoria, su hija los puso en cuarentena. Los acomodó en su habitación y solo abría brevemente una rendija de la puerta para pasarles la comida antes de retirarse envuelta en una bruma de Lysol.

Victoria, que trabaja en el campo de la salud, sabe que si logran pasar los primeros 14 días sin ser hospitalizados es probable que sobrevivan. Sin embargo, cuidarlos la agota. Hacer un seguimiento de fiebres. Verificar la saturación de oxígeno. Asegurarse de que estén bebiendo Pedialyte para mantenerse hidratados. Preocuparse por si vivirán o morirán.


‘Es un cansancio que viene desde adentro de tu alma. Es algo que se apodera de ti. No hay (cómo) aguantártelo’.


Después de cinco días, el COVID-19 llega por Victoria. Con fuerza. Luego, cuando analiza repetidamente estos eventos, Victoria se pregunta si fue el estrés lo que provocó todo y le cambió la vida para siempre.

Al comienzo de la pandemia, la dinámica laboral de la familia de Victoria encajaba con lo habitual en Sunnyside, donde 86% de los habitantes son latinos. “Cuidar a su personal (a los miembros) del hogar fue muy difícil para muchas familias”, dice Victoria. Al vivir en hogares multigeneracionales, muchos hijos adultos, que habían crecido en Estados Unidos con acceso a la educación, tenían empleos como profesionales y comenzaron a trabajar desde sus casas. Sus padres y abuelos inmigrantes, que con frecuencia solo habían podido terminar cuarto grado de primaria, afrontaban el mundo laborando duro en campos, en plantas de empaquetado de productos agrícolas, en supermercados o camiones de reparto. Pero, como lo expresa Leydy Rangel, de la Fundación de la Unión de Campesinos: “No se puede cosechar comida por Zoom”.

Vista invernal de Sunnyside, Washington, mirando en dirección sur hacia las colinas Horse Heaven, en el Valle de Yakima. Foto de Annie Warren/NWPB

Hace más de tres décadas, cuando Victoria tenía seis años y su familia se mudó del norte rural de México a esta fértil franja de tierra acunada por el zigzagueante Río Yamika, su futuro solo prometía prosperidad y oportunidades.

Según historias orales de las Tribus y Bandas Confederadas de la Nación Yakama —  las cuales fueron desplazadas del Valle de Yakima por los colonizadores blancos en 1855 — las fecundas tierras del valle han alimentado a los humanos desde tiempos inmemoriales. Poco después de que los yakama fueran desplazados a una reserva cercana, la agricultura de los colonos explotó.

Para la Segunda Guerra Mundial, los empleadores estaban desesperados por contratar braceros de México — descendientes de indígenas — para cosechar la abundancia de espárragos, peras, cerezas y otros cultivos del valle. Así fue como la familia de Victoria llegó aquí: su abuelo y tío abuelo habían hecho viajes de ida y vuelta a Washington como braceros décadas atrás.


¿Están la nación y la comunidad médica ignorando deliberadamente a los latinos con COVID persistente después de enviarlos a nubes de coronavirus para mantener a salvo a los privilegiados de la sociedad? 


El camino de Victoria tuvo giros parecidos, al estilo primera generación de familia inmigrante del siglo XXI. Se trasladó por todo el país para estudiar y trabajar; luego regresó, antes de la pandemia, trayendo con ella un nuevo aprecio por el sabor de las manzanas arrancadas del árbol esa misma mañana, y por el aroma embriagador de la menta y las uvas que impregna el valle antes de la cosecha.

Hoy en día, la agricultura es la industria principal impulsando al Valle de Yakima, la decimosegunda zona más grande de producción agrícola del país. Aquí se cultiva el 77% del lúpulo (ingrediente esencial de la cerveza) del país y el 70% de las manzanas. Los latinos, que constituyen más de la mitad de la población del condado de Yakima, son el motor de esta industria agrícola.

Aunque las empresas agrícolas de la zona pagaron $1.100 millones de dólares en salarios en 2020, el 59% de los empleos agrícolas mal pagados aquí son realizados por personas indocumentadas y trabajadores temporales extranjeros contratados para hacer trabajos que muchos estadounidenses desdeñan. Aquí, los latinos viven con ingresos medios que son menos de la mitad de los ingresos que reciben los residentes blancos, y el 16% de los latinos vive en la pobreza. También en 2020, al observar cómo sus compañeros enfermaban y morían, los trabajadores agrícolas latinos se declararon en huelga en repetidas ocasiones para protestar contra la negativa de los empleadores a proporcionar licencias por enfermedad remuneradas, pago adicional por condiciones de trabajo peligrosas y protecciones básicas contra el COVID-19, como el distanciamiento social, guantes y mascarillas.

Los trabajadores agrícolas de la industria de empaquetado de frutas de Yakima abandonaron las líneas de producción en mayo del 2020 y se declararon en huelga para exigir más protecciones contra la pandemia. Foto de Enrique Pérez de la Rosa, cortesía de NWPB

“Cada aspecto de la asistencia médica está ausente en el valle”, me cuenta Santiago Ochoa, reportero del Yakima Herald-Republic encargado de temas de salud.

En una entrevista tras otra, residentes y trabajadores sanitarios del Valle de Yakima explican los detalles de un panorama funesto:

  • La sala de urgencias más repleta del estado. 

  • Cierres abruptos de instalaciones hospitalarias.

  • Personas empobrecidas sin transporte o acceso a internet que les permita hacer uso de la telesalud. 

  • Esperas para las citas de atención primaria de ocho meses.

  • Casi uno de cada cinco latinos no tiene seguro médico.

  • Más de la mitad de los residentes reciben Medicaid.

  • Médicos residentes que entran y salen sin llegar a conocer nunca a sus pacientes.

  • No hay suficientes especialistas, lo que resulta en viajes de un día entero para recibir atención especializada en ciudades más grandes.

Con los latinos como fuerza laboral esencial que arriesgaba sus vidas para alimentar a sus familias — y al país — en el verano de 2020, el COVID-19 arrasó el condado de Yakima, que rápidamente se convirtió en el más abrasador de los puntos calientes de Washington. No solamente tuvo la tasa de casos per capita más alta de todos los condados de la costa oeste (los latinos representaban además el 67% de las personas con COVID-19, contra el 26% de las personas blancas), sino que tuvo más casos que en todo el estado de Oregon. Pregúntales a los latinos aquí sobre 2020, y verás cómo tiemblan y desvían la mirada; el trauma y la muerte todavía están demasiado cerca.

Sus pruebas positivas marcaron apenas el comienzo de nuevos y aterradores caminos a medida que el COVID-19 azotaba a Victoria y a muchos otros latinos del Valle de Yakima. ¿Cuál es el resultado si se combina una escasa atención médica rural, racismo sistémico y una enfermedad emergente complicada? Caos: una población más golpeada que ninguna por el COVID persistente, pero masivamente no tratada e infradiagnosticada por el gobierno y las instituciones médicas.

Marcelina Domínguez Hernández ata una cuerda a un manzano de variedad Cosmic Crisp para sostenerlo, en Grandview, Washington, julio de 2019. Foto de Evan Abell, cortesía del Yakima Herald-Republic

No Se Quita

La tos fue la primera señal de que algo no andaba bien. Cuando Victoria tuvo COVID-19, había tosido un poco. Pero tres meses después, comenzó a toser de nuevo y ya no pudo parar.

Es tanta la escasez de médicos en el Valle de Yakima que Victoria esperó cinco meses para ver a una doctora de familia, la que atribuyó su tos incesante a las alergias. Victoria probó todos los antihistamínicos y descongestionantes disponibles; algunos la aliviaron durante tres, quizás cuatro semanas, y luego volvieron los espasmos de la tos seca y ahogada. A pocos minutos de diferencia, todo el día. Lo peor era despertarse tosiendo, al menos una vez cada hora.

Victoria se hizo radiografías de tórax. Un otorrinolaringólogo le propuso cirugía para corregir el tabique desviado en su nariz. A medida que pasaban los meses, el cabello negro que enmarcaba el rostro en forma de corazón de Victoria comenzó a envejecer rápidamente hasta volverse más gris que el de su madre.

Más de un año después de que comenzó la tos, un alergólogo le recetó gotas para la alergia, y Victoria hizo un descubrimiento escalofriante. Una vez que las gotas le aliviaron la tos durante un mes, luego dos, se dio cuenta de que la fatiga extrema ― que creía causada por la falta de sueño al pasarse la noche tosiendo ― persistió.

“Es un cansancio que viene desde adentro de tu alma”, dice. “Es algo que se apodera de ti. No hay (cómo) aguantártelo”.

Y su mente estaba nublada. Como un ataque de tos interrumpía su trabajo cada 10 minutos, Victoria no se había dado cuenta de que el COVID-19 había alterado sustancialmente su cerebro. “Hay cosas en mi cerebro a las que debería tener acceso, como palabras, definiciones, recuerdos”, dice. “Sé que están ahí pero no puedo accederlos. Es como un archivo, pero no lo puedo abrir”.

Al poco tiempo, la tos volvió. En algún momento de 2021, leyendo noticias sobre COVID-19 para su trabajo, Victoria se enteró del COVID persistente: nuevos o perdurables problemas de salud que se prolongan por un mínimo de tres meses después de la infección por COVID-19.

CÓMO RECIBIR AYUDA SI SOSPECHAS QUE TIENES COVID PERSISTENTE:

  • Habla con tu médico y, si tu médico no le pone atención a tus preocupaciones, lleva a un ser querido para que abogue por ti en tu próxima cita.

  • Lleva este artículo (u otros materiales sobre el COVID persistente) para mostrarle a tu médico.

  • Pregúntale a tu médico sobre la posibilidad de consultar a especialistas para los síntomas del COVID persistente, como un cardiólogo (para síntomas de disautonomía como mareos, palpitaciones y falta de aliento), un gastroenterólogo (para problemas digestivos) o un neurólogo (para el dolor crónico de los nervios).

  • Pide una derivación a una clínica de COVID persistente (si hay una en tu área).

Fuente: Elaboración por Lygia Navarro

Hoy en día, después de cuatro años de pandemia, todavía no hay tratamiento o cura para el COVID persistente. Las personas con COVID persistente o los COVID long-haulers (como se autodenominan los afectados por el virus a largo plazo) han reportado más de 200 síntomas variados, estando la fatiga, mareos, palpitaciones cardíacas, agotamiento posesfuerzo, problemas gastrointestinales y disfunción cerebral entre los más comunes.

El COVID persistente está lejos de ser una enfermedad misteriosa, como suele ser descrito por el ámbito médico y algunos medios de comunicación. Existen precedentes: por al menos un siglo, la documentación histórica ha demostrado que, aunque la mayoría se recupera, algunas personas siguen enfermas después de padecer una enfermedad viral o de otra índole. Sin embargo, los fondos destinados a la investigación han estado severamente limitados, y se ha ignorado a los afectados. La encefalomielitis miálgica, a veces denominada síndrome de fatiga crónica o EM/SFC, es un excelente ejemplo. Como la EM/SFC, el COVID persistente afecta mucho más a mujeres (y a personas que le han asignado el sexo femenino al nacer) que a hombres, y las mujeres representan hasta el 80% del total de las personas con COVID persistente. La mayoría de los enfermos de COVID prolongado tienen entre 30 y 50 años, los años más ocupados para las mujeres con hijos, quienes suelen poner sus propias necesidades en último lugar.

Lo que debería haber quedado claro de inmediato, dada la manera desproporcionada en que el COVID-19 afectó a las comunidades negras y de color, era que el COVID persistente golpearía fuertemente a dichas poblaciones. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos esperó hasta junio de 2022 para comenzar a recolectar datos sobre COVID persistente. Incluso ahora, con 19 meses de datos que muestran que los latinos son la población más afectada por el COVID persistente, palabra es uno de los pocos medios que reporta este hecho. ¿Están la nación y la comunidad médica ignorando deliberadamente a los latinos con COVID persistente después de enviarlos a nubes de coronavirus para mantener a salvo a los privilegiados de la sociedad?

Luchando por un diagnóstico

Cuando Victoria mencionó el COVID persistente, su médico no la ignoró precisamente: la escuchó, dijo “OK”, pero nunca se ocupó el tema. Lo mismo pasó con su alergólogo y con el otorrinolaringólogo. Lo único que podían hacer, dijeron los médicos, era tratar sus síntomas.

“Estudié mucho y yo sé que uno tiene que ser su propio advocate (defensor) cuando está hablando con los doctores. Pero si le seguía preguntando, si seguía esa línea de pensamiento, no tenían nada que decirme. Absolutamente nada”, se lamenta.

Ilustración de Rocío Benavides/NWPB

Victoria entendía que los conocimientos científicos sobre COVID persistente eran limitados, pero aun así esperaba más. “Todos los tratamientos que seguíamos eran como si no hubiera existido el COVID. Deben decir por lo menos si hay que investigar más, no seguir como si (este) no fuera un factor. Eso era lo que más me frustraba”.

Justo mientras Victoria luchaba para que los médicos validaran su enfermedad, a 30 millas de distancia, en el pueblo de Moxee, al norte del Valle de Yakima, María*, de 52 años, libraba una batalla paralela. Ambas se sentían completamente solas.

Cuando comenzó la pandemia, María se convirtió en la protectora de su esposo e hijos, todos asmáticos. Cuando se enfermó, el día de Año Nuevo de 2021, se encerró en su habitación, de la que salió semanas después para descubrir que su vida era irreconocible.

Al relatar su lucha, María lee deliberadamente sus notas, conteniendo lágrimas; luego, empuja sus anteojos de lectura sobre su cabeza. (María se mudó aquí desde el norte de México siendo ya adulta, y se siente más a gusto expresándose en español). Su pelo castaño teñido, su cadena de oro y su rostro ligeramente maquillado proyectan una agradable calidez, pero algo intangible detrás de su expresión oculta una pena profunda que María se niega a dejar escapar. Cuando le digo que yo también sufro COVID persistente y que me enfermé en el mismo mes que ella, exhala un poco de su ansiedad. 


‘Es difícil para la gente entender cuál es el impacto real del COVID persistente, tanto ahora como en el futuro’.


El COVID persistente de María incluye dolor crónico en todo el cuerpo; lagunas de memoria tan intensas que a veces no puede recordar si desayunó; tan poca energía que está constantemente como una batería descargada; falta de aire interminable; inflamación de las articulaciones; y problemas de flujo sanguíneo que dejan sus manos color morado oscuro. (La única vez que María se aventuró al hospital, por sus manos moradas, dice que el personal intentó limpiarlas, pensando que era pintura). Al igual que Victoria, María solía disfrutar del ejercicio y de caminar por las laderas del valle, pero no puede hacer ni lo uno ni lo otro ya.

María no tiene seguro médico y recibe atención en el Yakima Valley Farm Workers Clinic (La Clínica de Trabajadores Agrícolas del Valle de Yakima), creada en 1978 a instancias del movimiento de los campesinos. Las múltiples sedes de la clínica son las principales proveedoras de atención médica del valle, independientemente de la capacidad de pago de los pacientes.

Un mural en la Yakima Valley Farm Workers Clinic, en Toppenish, Washington, rinde homenaje a la historia de los braceros que llegaron desde México entre 1942 y 1964.  Foto de Annie Warren/NWPB

Mientras que los médicos de Victoria expresaron indiferencia ante la idea de que el COVID-19 fuera la causa de sus problemas de salud, los médicos de María no solo descartaron esta conexión sino que también cometieron graves errores de diagnóstico.

“Cada semana iba con mi doctor. Ella se alteraba tanto (por no saber qué me pasaba) que a mí me alteraba”, cuenta María. “Me dijo: ‘¿Sabes qué? Creo que tienes esclerosis múltiple’”. María consultó a especialistas, y luego, aún sin confirmación, María dice que su doctora insistía en que tenía esclerosis múltiple. “Le dije: ‘No. No tengo esclerosis múltiple. Es COVID. Eso es después del COVID’. Yo era muy, muy, muy, muy, muy, muy de decirles que después del COVID fue todo eso”.


‘Yo sentía que mi sistema no estaba funcionando. Yo sabía que algo estaba mal’.


Es poco común que los latinos descubran la conexión entre sus problemas de salud y el COVID-19, en parte, debido a la disminución de la cobertura sobre COVID en los noticieros de habla hispana, dice Monica Verduzco-Gutierrez, una persona con COVID persistente  y encargada de la clínica de COVID persistente en el Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Texas, en Houston. No ha habido educación pública nacional sobre el COVID persistente en ningún idioma.

“Es difícil para la gente entender cuál es el impacto real del COVID persistente, tanto ahora como en el futuro”, dice Lilián Bravo, directora de asociaciones de salud pública del Distrito de Salud de Yakima y el rostro visible de las noticias sobre COVID-19 en la televisión del Valle de Yakima al comienzo de la pandemia. “Nos enfrentamos a un gran déficit en términos de calidad de vida y 'productividad' de la gente”.

Finalmente, el médico de María la envió a otro especialista que le dijo que, si no mejoraba en un mes, la operaría de la cadera. María nunca había tenido problemas de cadera. “Él dijo: ‘Bueno, entonces no sé qué vas a hacer’”, y luego le recetó un fuerte medicamento con esteroides que le provocó unos vómitos horribles, dice María. No ha calculado cuánto ha gastado en facturas médicas, pero después de pagar $1.548 dólares por un solo análisis, deben ser muchos miles de dólares.

Las manos y los anteojos de lectura de María en su cocina. Foto cortesía de María

Mientras tanto, los familiares y amistades de María seguían insistiendo en que sus dolencias eran psicológicas. “Yo nunca lo acepté. Les dije, 'No es mi mente. Es mi cuerpo.'" No fue hasta más de un año después de enfermar que María vio por fin a un reumatólogo que le diagnosticó COVID persistente y otras disfunciones inmunitarias. “Yo le dije: 'Sí, es que yo sentía que mi sistema no estaba funcionando. Yo sabía que algo estaba mal'. Yo sentí como que descansé. Finalmente, alguien me está diciendo que no es mi cabeza”. Una vez que María fue diagnosticada, su familia extendida pasó a preguntarle cómo se sentía y a compadecerse de ella.

Victoria, por otro lado, nunca ha recibido un diagnóstico de COVID persistente. A petición de ella misma, su médico la remitió a la única clínica de COVID persistente del estado, en la Universidad de Washington en Seattle, pero su seguro, Kaiser Permanente, se negó a aprobar previamente la visita, y la clínica no le aceptaba dinero en efectivo. En la actualidad, la clínica ni siquiera está aceptando pacientes del Valle de Yakima ni de ninguna otra parte de Washington: solo acepta pacientes del Condado King, que incluye a la ciudad de Seattle.


‘Nuestra comunidad no se ha recuperado… Eso va a afectar nuestro potencial de ingresos durante generaciones’.


La familia de Victoria tampoco ha aceptado sus problemas de salud. “Les decía: 'Yo sé que piensan que estoy loca”, cuenta Victoria, soltando una risita, como suele hacer para aliviar su incomodidad. “Me peleaba con mi mamá: ‘¡Se te olvida hacer eso! ¿Por qué estás tan ausente?’’ Mami, no es que se me olvida, es que en realidad se me pasó la onda’”. Si Victoria está fatigada, su familia le pregunta cómo es posible después de haber dormido toda la noche.

Victoria dice que muchas veces tiene que defenderse por lo que está viviendo, especialmente si es con otros latinos. "Cuando intento explicarle a la gente se escuchan como excusas, (de) alguien floja."

Karla Monterroso, una latina de California de 42 años con COVID persistente desde marzo de 2020 y que pasó su primer año de enfermedad postrada en una cama, dice: “(Con el COVID persistente) uno tiene que descansar (de) una manera que, (en) nuestra cultura, es muy difícil. Juzgamos mucho el cansancio”. De hecho, esforzarse física o mentalmente para trabajar puede hacer que las personas con COVID persistente se enfermen mucho más. Karla dice que la ética latina del trabajo duro, como la de los padres de Victoria, “no son los principios que nos van a servir con esta enfermedad”.

 Ilustración de Rocío Benavides/NWPB

Los diagnósticos de COVID persistente entre los latinos siguen siendo demasiado infrecuentes, debido a la falta de formación en el tema de los médicos de familia y a estereotipos médicos, dice Verduzco-Gutierrez. (Los médicos quizás ven cambios en el nivel de azúcar en sangre, por ejemplo, y asumen que se debe simplemente a las altas tasas de diabetes de los latinos, y no al COVID persistente). La experta dice que “la desinformación sobre el COVID persistente” es galopante, con médicos afirmando que el COVID persistente es una moda pasajera, o diagnosticado erróneamente un cansancio hasta los huesos como depresión. Cuando la propia doctora de Verduzco-Gutierrez la invitó a dar una charla en su consultorio, los médicos que asistieron desconocían  las investigaciones básicas, incluso las que evidencian que los medicamentos Paxlovid y Metformin pueden ayudar a prevenir el COVID persistente si se toman al momento de la infección. En Washington, los médicos deben completar una capacitación sobre prevención del suicidio, que se cobra entre 1.200 y 1.300 vidas al año en el estado, pero no hay capacitación a nivel estatal sobre COVID persistente, que actualmente afecta al menos a 498,290 washingtonianos.

Ilustración de Henry Navarro Delgado para palabra

El escepticismo cultural sobre la medicina y los arraigados estigmas sobre la enfermedad y la discapacidad hacen que en las conversaciones en Sunnyside sobre lo que serían secuelas del COVID no las identifiquen como tales, ni se mencione el COVID-19 en particular. Los familiares de Victoria promueven remedios tradicionales a base de hierbas, dando por hecho que quien sigue enfermo no está haciendo lo suficiente para recuperarse. “(Las personas que sufren COVID persistente) se sienten que están quejándose mucho si intentan hablar de eso”, dice Victoria. Mientras tanto, sus padres y otras personas de su comunidad evitan a los médicos por terquedad y desconfianza, dice, “hasta que están sangrando o ya están con mucho dolor... hasta ya cuando están más enfermos”.

“Las personas usan su cuerpo en esta comunidad para el trabajo”, dice Victoria. “Si eres latino, eres muy trabajador. Punto”, afirma Bravo. "¿Qué es lo contrario de eso, si no eres un trabajador duro? ¿Qué eres? La gente no quiere decir: ‘Vine a este país a trabajar y de repente ya no puedo hacerlo’”.

Victoria ve esto en sus padres, que han trabajado desde los 10 años. Desde que tuvieron COVID-19, ambos tienen problemas de salud que limitan sus vidas. Su papá ya no puede hacer sus caminatas diarias de una hora debido a palpitaciones cardíacas y falta de aire, y su mamá empezó a tener dolores de cabeza y vio cómo su artritis empeoraba drásticamente, pero ninguno de los dos admitirá que tienen COVID persistente. Tampoco lo reconocerán sus amigos y familiares. “Si miraran los patrones de lo que están diciendo y de lo que sus amigos de las mismas edades” han sufrido de COVID”, dice Victoria. “Escucharían que todos casi están sufriendo de alguna cosa relacionada con long COVID (COVID persistente)”.

Un residente del Valle de Yakima en una clínica de vacunación en Granger, Washington, en noviembre de 2023. Foto de Annie Warren/NWPB

El impacto profundo del COVID persistente en los latinos

El ethos de “vuelta a la normalidad” es más obvio en la ausencia de información sobre COVID persistente cuando un número estimado de hasta 41 millones de adultos padecen, o se han recuperado, del COVID persistente en todo el país. “La manera en la que estamos hablando de la pandemia deslegitima parte de los impactos reales (del COVID persistente)”, dice Bravo del Distrito de Salud de Yakima.

Incluso con datos demográficos limitados, las estadísticas muestran una realidad a nivel nacional parecida a la de Sunnyside. A través de una encuesta periódica, la Oficina del Censo de Estados Unidos estima que el 36% de los latinos a nivel nacional ha tenido COVID persistente, probablemente una subestimación considerable, dado que la encuesta tarda 20 minutos en completarse en línea (los latinos tienen tasas más bajas de acceso a internet de banda ancha) y alcanza solo a una esquirla de la población de Estados Unidos. Expertos como Verduzo-Gutierrez creen que las verdaderas tasas de COVID persistente entre latinos son más altas que cualquier estadística comunicada. Karla Monterroso, una persona con COVID persistente de California, está de acuerdo: “Estamos muy infradiagnosticados. No creo en las cifras”.


‘Soy la prueba viviente y palpable de una pandemia que nadie quiere admitir que sigue existiendo, y de que no hay cura para lo que tengo. Es una posibilidad realmente aterradora’.


En otoño del 2023, un estudio de la Universidad de California, Berkeley reportó que el 62% de un grupo de trabajadores agrícolas de Arizona que se infectó desarrolló COVID persistente. Semanas después, una encuesta del Centro Latino para la Salud encontró que, de una muestra de 1.546 latinos que residen en el estado de Washington, 41% de los infectados desarrollaron el COVID persistente. Los resultados de Washington quizás también sean un subregistro: muchas personas que padecen COVID persistente no tendrían ni la energía ni la claridad mental para completar una encuesta de 12 páginas, que fue enviada por correo a pacientes que habían visto a su médico en los seis meses anteriores. Además, muchas personas con COVID persistente dejan de consultar a los médicos al cansarse del esfuerzo y del costo sin recibir respuestas.

“Nuestra comunidad no se ha recuperado”, dice Angie Hinojos, directora ejecutiva del Centro Cultural Mexicano, que ha repartido $29 millones de dólares en ayudas para el alquiler en Washington y no ha visto mermar la necesidad. "Eso va a afectar nuestro potencial de ingresos durante generaciones”. Leydy Rangel, directora de comunicaciones para La Fundación de Trabajadores Agrícolas Unidos, organización filantrópica hermana de la Unión de Campesinos (UFW, por sus siglas en inglés), afirma que los organizadores sindicales oyen hablar con frecuencia sobre COVID persistente y sobre cómo está impidiendo que las personas trabajen.

Abundan las desconexiones culturales y lingüísticas entre los médicos y los latinos sobre los síntomas del COVID persistente, algunos de los cuales, como la niebla mental y la fatiga, tienen descripciones nebulosas que pueden atribuirse a múltiples padecimientos de salud. Si los médicos carecen de una relación de confianza con sus pacientes, o no hablan su idioma, pasarán por alto lo que los pacientes no cuentan sobre cómo el COVID persistente cambió sus vidas, su trabajo y sus relaciones. Y eso es si los latinos van efectivamente al médico.

Vista invernal de hileras de lúpulo vacías en el Valle de Yakima, Washington. Foto de Annie Warren/NWPB

“Si estás trabajando en los huertos y siempre te duelen los músculos, forma parte de la realidad cotidiana”, dice Jesús Hernández, director ejecutivo de los Centros de Salud de Familia en el norte-central de Washington. “Si estás constantemente expuesto al polvo e incluso a productos químicos en el entorno laboral, es fácil decir simplemente: ‘Bueno, eso es solo por esto o por aquello’, y no estar necesariamente dispuesto a considerar que se trata de algo tan único como el COVID persistente”.

Incluso Victoria dice que, si no fuera por la tos, no habría buscado ayuda médica para su fatiga. “Hay muchas personas en el mundo que están realmente cansadas, con mucho dolor y no tienen ni idea de por qué. Ni idea”, dice Karla, quien era directora ejecutiva de una organización sin fines de lucro cuando enfermó. “En los últimos tres años y medio he escuchado las cosas más racistas y gordofóbicas que he oído en mi vida. Como: ‘A veces tienes que dejar los frijoles y el arroz’. Tengo una educación universitaria. Soy ejecutiva. Estoy en el 10% de los mejores asalariados de mi comunidad. Si esta es mi experiencia, ¿qué le está pasando al resto de mi gente?”

Teorías de Conspiración y Desinformación

A medida que las tasas de vacunación entre los latinos del Valle de Yakima siguen cayendo, escucho todas las teorías conspirativas sobre el COVID-19: que la vacuna tiene un chip que te rastreará; que la vacuna te hace infértil a ti y a tus hijos; que las pruebas de COVID-19 están amañadas para que todas den positivo; que los hospitales reciben más dinero por pacientes con COVID-19. Victoria se ríe de la más absurda que ha escuchado, la explicación de su madre a sus problemas de salud a casi tres años de contagiarse: la vacuna.

El Dr. Leo Morales en el Centro Latino para la Salud de la Universidad de Washington en Seattle. Foto de Tela Moss/NWPB

Entre la comunidad latina en Estados Unidos, proliferan algoritmos de redes sociales y cadenas de WhatsApp que promueven la desinformación sobre el COVID-19. El verano pasado, el codirector del Centro Latino para la Salud, el Dr. Leo Morales, hizo una presentación comunitaria sobre el COVID persistente un poco al sur del Valle de Yakima. La primera pregunta del público fue: ¿Son seguras las vacunas? “Aquí es donde todavía nos encontramos”, dice Morales. “Ese será un gran obstáculo para las personas... a la hora de empezar a hablar de COVID persistente”.

Una mañana a principios de noviembre, Morales y su equipo se reúnen en la Universidad Heritage, en Toppenish, donde el 69% de los estudiantes son latinos, para presentar los resultados de su encuesta. Ni los presentadores ni los asistentes tienen puestas mascarillas, una herramienta esencial para prevenir la transmisión de COVID-19 y el COVID persistente. “La única conversación que estoy teniendo sobre el COVID es en este salón”, dice María Sigüenza, directora ejecutiva de la Comisión de Asuntos Hispanos del Estado de Washington.

Las instituciones sanitarias del Valle de Yakima también están ignorando el COVID persistente. Si consideramos los dos principales sistemas hospitalarios de la zona, Astria Health no concede entrevistas y MultiCare informa que, de 325.491 pacientes atendidos entre enero y noviembre de 2023, 112, el 0,03%, fueron diagnosticados con COVID persistente. La Clínica de Trabajadores Agrícolas del Valle de Yakima, donde trabaja la doctora de Maria, se niega a permitirme hablar con alguien sobre COVID persistente, pese a que proporcionaron datos de pacientes para la encuesta del Centro Latino para la Salud. Sus médicos simplemente no están viendo COVID persistente, alega un vocero de la clínica. Lo mismo sucede con el otro proveedor principal de la comunidad, Yakima Neighborhood Health Services (Servicios de Salud Vecinales de Yakima), cuya encargada de prensa responde a mis solicitudes de entrevista con: “No va a suceder”.

“Creo que no están preguntando, no están buscando”, dice Verduzco-Gutierrez. “Los doctores solo… miran tu diabetes o tu presión arterial, pero no te preguntan: ‘¿Empeoró tu diabetes después de tener COVID? ¿Empeoró tu presión arterial? ¿No tenías problemas de presión arterial antes? ¿Y tienes mareos ahora? ¿Te duele la cabeza? ¿Tienes dolores?’”. Ella cree que muchos, si no la mayoría, de los latinos con COVID persistente no están recibiendo atención, a los que llama “los que estamos perdiendo”.

Letrero de bienvenida en Toppenish, hogar de la sede de Tribus y Bandas Confederadas de la Nación Yakima. Foto de Annie Warren/NWPB

Un futuro incierto

El panorama para los latinos con COVID persistente es sombrío. El estigma cultural y el capacitismo hacen que las personas con COVID persistente, algunas de las cuales ahora están discapacitadas, sientan vergüenza. (El capacitimo es el prejuicio social y la discriminación hacia personas discapacitadas). Es casi imposible recibir ayudas del gobierno por discapacidad. Las personas con COVID persistente están perdiendo sus hogares, sus empleos y sus seguros. La sobrerrepresentación de los latinos en sectores que no ofrecen licencia por enfermedad y que son sumamente físicos — como la limpieza, los servicios, la agricultura, la construcción, el trabajo en fábricas, la asistencia en domicilios y la atención sanitaria, entre otros —   puede exponerlos automáticamente a un mayor riesgo de COVID persistente, dado que hay amplia evidencia empírica que muestra que esforzarse durante una infección de COVID en lugar de descansar puede aumentar el riesgo de desarrollar COVID persistente. Los proveedores sanitarios latinos se enfermarán en mayor cantidad, poniendo en peligro el sector sanitario.

Pero los latinos quizás no tengan claro estos factores, dice Karla Monterroso, que sufre de COVID persistente. “Mi tío dijo… ‘Debemos ser defectuosos porque nos enfermamos más que la gente blanca’. Y yo: ‘No, tío. Estamos más expuestos a las enfermedades. Nuestros cuerpos no tienen nada defectuoso’. Temo por nosotros. Será una discapacidad tras otra, tras otra. Tenemos que comenzar construyendo infraestructuras de cuidado en nuestras pequeñas comunidades para poder ayudarnos unos a otros. Lo tengo claro: Nadie va a venir a salvarnos. Tenemos que salvarnos nosotros mismos”.

A los que abogan por la justicia para personas discapacitadas les preocupa que los sistemas no estén preparados para afrontar las inevitables olas de discapacidad provocadas por el COVID-19 en el futuro. “(Los latinos) no lo están tomando tan en serio como deberían”, dice Mayra Colazo, directora ejecutiva de Central Washington Disability Resources (Recursos para Discapacidad de Washington Central). “No se están protegiendo unos a otros. No se están protegiendo a sí mismos”. Karla ve la psicología que hay detrás de esta negación: “He pensado mucho en lo mucho que supone ponerse en peligro todos los días. (Tienes) que decir: 'Ah, está bien. La gente está exagerando’, o tienes que aceptar que vives en un infierno existencial todo el tiempo”.

Un supermercado latino en Sunnyside. Foto de Annie Warren/NWPB

Lo que se ha investigado sobre el tema muestra que la reinfección conlleva un riesgo adicional de COVID persistente, y Verduzco-Gutiérrez señala: “Aún no sabemos cuál será el impacto de lo que va a ocurrir con todas estas reinfecciones. ¿Va a causar más enfermedades autoinmunes? ¿Va a causar más demencia? ¿Va a causar más cáncer?". Ella cree que cada expediente médico debería incluir un historial de COVID para orientar a los médicos a buscar las pistas indicadas.

“Si tuviéramos la suerte de captar a todos los que sufren COVID persistente, saturaríamos nuestro sistema (de salud) y no podríamos hacer nada por ellos”, dice Victoria. “¿Qué motivación tiene el campo de la medicina para que los profesionales encuentren a toda esa gente?” Por ahora, Victoria no ve ninguna. “Y hasta que eso no cambie, no creo que podamos (contabilizar adecuadamente a los latinos que sufren COVID persistente)”, agrega.

Sí existen destellos de esperanza. En septiembre de 2023, el gobierno federal otorgó $5 millones de dólares a cada una de varias clínicas de COVID persistente, entre las que se incluyen tres con proyectos que se enfocan específicamente en comunidades latinas. En la ciudad de Nueva York, el Hospital Mount Sinaí pronto abrirá una nueva clínica de COVID persistente cerca del barrio East Harlem, que tiene  población mayoritariamente latina. Estará integrada en una clínica de atención primaria con personal de la comunidad para poder conectarse con los latinos con COVID persistente. La clínica de Verduzco-Gutiérrez en San Antonio enseñará a los proveedores de atención primaria del sur de Texas, mayoritariamente rural y de población latina, a realizar una evaluación de COVID persistente de 15 minutos. Este tipo de evaluación aún está siendo desarrollada, la misma requeriría de baja tecnología. La clínica utilizará herramientas comunitarias para educar a los latinos sobre el COVID persistente.

Además, en la clínica de COVID persistente de la Universidad de Washington, el personal está preparando un manual para el paciente, que será adaptado para los latinos y luego traducido al español. También capacitarán a los médicos de cabecera para que sean expertos locales en COVID persistente, y volverán a atender a pacientes de todo el estado, en lugar de atender exclusivamente a los del condado en el que se encuentra Seattle. A raíz de la consulta de palabra, la Fundación UFW ahora tiene planes de encuestar a los miembros de Trabajadores Agrícolas Unidos para evaluar cuán extendido está el COVID persistente, para que la Fundación pueda ejercer presión a los legisladores y a otras personas que toman decisiones para mejorar la atención médica para los latinos con COVID persistente.

El edificio Norm Maleng, en el Centro Médico Harborview, alberga la única clínica de COVID persistente del estado de Washington. Foto de Tela Moss/NWPB

Volviendo a la presentación de la encuesta en el Valle de Yakima, los que asisten hacen una tormenta de ideas para pensar nuevos modelos de atención. Agregar chequeos de COVID persistente a las visitas pediátricas de rutina, dado que el COVID persistente afecta más que nada a mujeres en edad reproductiva, así las mamás podrán llevar la información a sus familiares y a su comunidad. Usar lenguaje accesible para la comunicación sobre COVID persistente o, como dice Genevieve Aguilar, miembro de la facultad de enfermería de la Universidad Heritage: “¿Cómo le hablaría a mi tía? ¿Cómo le hablaría a mi abuelita? Si me pueden entender, estamos bien. Si no, olvídate. Hay que reformular”.

Más que nada, las historias personales serán la clave para abrirle la mente a la gente sobre el COVID persistente, aunque ese camino puede ser difícil. En Los Ángeles, Karla ha tenido que enfrentar la falta de apoyo por parte de sus parientes lejanos y de su comunidad, en parte, cree ella, porque su cuerpo representa el COVID. “Soy la prueba viviente y palpable de una pandemia que nadie quiere admitir que sigue existiendo, y de que no hay cura para lo que tengo. Es una posibilidad realmente aterradora”.

Mientras Karla se identifica como una persona discapacitada, Victoria y María no. Victoria ha aprendido a vivir y a moverse con sus limitaciones físicas. En el trabajo, a veces se siente entorpecida por los problemas cognitivos. “Le digo a mi jefe a cada rato: ‘Ay, hombre, ustedes  contrataron a una persona tan inteligente. Pero lo que recibieron fue después del COVID, así que no es lo mismo’”. A veces, se preocupa por la proyección de su carrera, por la forma en que la intensa resolución de problemas que conlleva su trabajo desgasta su cerebro. ¿Será capaz de enfrentar desafíos mayores en el trabajo a futuro? ¿O el COVID persistente terminará por hacerla fracasar?

Victoria me dice que ella “mantiene la esperanza de que exista una solución”. En un giro sorprendente, su tos desapareció por completo hace ocho meses, cuando quedó embarazada. (Otras personas con COVID persistente también han experimentado alivio de sus síntomas durante el embarazo, probablemente debido a cambios en el sistema inmunitario que permiten que el cuerpo de una persona embarazada no rechace las células en crecimiento de su bebé). Victoria tiene la esperanza de que sus otros síntomas también desaparezcan después de que dé a luz. Y de que, quizás, algún día, sus padres reconocerán que también tienen COVID persistente.

RECURSOS ADICIONALES

Fuente: Elaboración propia de Lygia Navarro

Este reportaje se produjo con apoyo del Center for Rural Strategies y Grist, y  la beca del Journalism and Women Symposium Health Journalism Fellowship (con el apoyo de The Commonwealth Fund).

Lygia Navarro es una galardonada periodista discapacitada que trabaja en narrativa en audio e impresa. Ha reportado a lo largo de América Latina, así como sobre historias latinas en Estados Unidos y Europa. Lygia ha trabajado para The American Prospect, Business Insider, Marketplace, The World, Latino USA, Virginia Quarterly Review, Christian Science Monitor, The Associated Press y Afar, entre otros medios. También ha trabajado como productora de podcasts, y su trabajo ha sido respaldado por numerosas becas.

Johanna Bejarano es una periodista bilingüe que vive en el estado de Washington. Ha colaborado con periódicos regionales, medios de comunicación y medios digitales de Estados Unidos y Colombia. Produce historias para Northwest Public Broadcasting, donde cubre temas que afectan a las comunidades hispanas y latinas y a otros grupos subrepresentados. Sus historias también se han publicado en Radio Bilingüe y Crosscut. Johanna ha escrito sobre disparidades raciales y de género; la fuerza laboral de jornaleros; mujeres y personas indígenas desaparecidas y asesinadas; y cuestiones relacionadas con el derecho al voto.

Rocío Benavides es una diseñadora industrial con experiencia sólida en el campo del diseño visual. Ha colaborado en proyectos creativos para varias organizaciones prominentes como King County Metro, Seattle Police, La Sportiva y T-Mobile. Se destaca a la hora de contar historias a través de elementos visuales, de conectar con una gran variedad de públicos y de involucrarlos mediante la creatividad y la innovación.

Annie Warren trabaja como directora de contenido en Northwest Public Broadcasting. Tiene una licenciatura en fotoperiodismo de la Universidad de Montana. Nacida y criada en la cuenca de Columbia, ha sido residente de Pasco, Washington, por mucho tiempo.

Ruben Castaneda es un periodista afincado en Washington D.C., con más de tres décadas de experiencia como reportero y editor. Ha trabajado para el Washington Post, U.S. News & World Report y es el autor del libro “S Street Rising: Crack, Murder and Redemption in D.C.

 
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